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Lo sabemos: No es lo mismo ver que mirar. Vemos con los ojos dela cara, miramos con los ojos de la razón; vemos sin fijarnos, superficialmente, miramos fijándonos hondamente. Vemos “sin querer”, miramos queriendo. Mirar, es mucho más que ver. Mirar, está mucho más cerca del enamoramiento.
Y este lenguaje – humanamente hablando – , roza a la Trinidad : Mirada del Padre al Hijo; mirada del Hijo al Padre; mirada del Espíritu Santo a los dos; mirada cómplice entre los Tres: Puro Amor.
Mirada complaciente del Creador a las futuras creaturas; mirada redentora del Redentor a sus futuros redimidos; mirada prendada del Espíritu Santo a los santificados del mañana. De puro amor se trata.
Es un gozo saber que, todas las miradas de Dios, están inspiradas en el amor. El amor – “Dios es Amor” – no tiene mirada torva, ni ceñuda, sino amable y alentadora. Aún en el peor de los casos, cuando nos sorprende con la mochila llena de pecados, su mirada es de ternura y compasión. Dios mira con preferencia en lo hondo del corazón, no por lo que somos, sino por lo que podemos llegar a ser:
Precisamente, su mirada paterno-maternal, siempre busca, con zozobra, los hijos más heridos y estropeados de la sociedad. Hoy, roban sus miradas los descartados de las “villas miseria”, los que no tienen voz, los alcanzados por la pandemia, los emigrantes, los fugitivos de las guerras: en fin, los que están fuera del sistema.
Y, si todavía nos queda alguna duda, reparemos en la mirada de Jesús, que es la mismísima mirada del Padre celestial:
¡Miradas de Jesús! ¡Anzuelos que enamoran!
Como el lirio que, sin resistencias, quedamente, sin hablar, se deja mirar por el sol, así hay que dejarse mirar por esa mirada que, al mismo tiempo ilumina, esponja, cauteriza y deja en el alma una “herida luminosa”. Una pena, un pecado, no dejarse enamorar por la mirada fascinante del Señor Jesús, por la maternal mirada del Padre Dios. . P. Hipólito Martínez, osa.