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Nos habían dicho que la Ternura nació en Belén, en los brazos de una Mujer, hecha ternura. Que en Nazaret creció como un lirio, en los brazos de María y de José. Que durante tres años pasó predicando, derramando, derrochando ternura. Pero, al final de su vida, la ternura se tiñó de sangre:
ternura cuando, en el monte de los Olivos, ora al Abbá, para que, si es posible, pase de él el cáliz de la Pasión,
ternura, cuando trata a Judas como “amigo”, en el momento que éste le da el beso de la traición,
ternura, cuando le echa una mirada a Pedro, después de haberlo negado,
ternura, cuando escucha el griterío de la gente, que lo quiere crucificado,
ternura, cuando carga y besa la cruz a camino del Calvario,
ternura, cuando mira y consuela a las mujeres que lo siguen con su llanto,
ternura, cuando Verónica, con inmensa ternura, enjuga el rostro de Jesús y,
como beso, le deja impresa su imagen,
ternura, sobre todo, cuando, enternecido, cruza la mirada con su Madre en la Vía Dolorosa,
ternura, cuando, brutalmente, le ordenan tumbarse en la cruz, y de nuevo la besa con una caricia,
ternura, cuando, con inmensa ternura, disculpa ante el Padre a aquellos que lo estaban crucificando,
ternura, cuando le dice al Buen Ladrón: “Hoy mismo estarás conmigo en el Paraíso”,
ternura, abismo de ternura, cuando, en un impulso de su infinito amor, nos entregó, como nuestra madre, a su querida Madre,
ternura, cuando, en un gemido de Cordero herido, se quejó a su Padre: “¿Por qué me has abandonado?”
Finalmente, ternura infinita, cuando, como un niño balbuciente, inclinando la cabeza, deposita su espíritu en las manos del Abbá: “Padre, en tus manos deposito mi espíritu”. ¡Y en la ternura expiró!
La verdad que, la ternura con la humanidad deicida, anduvo suelta en todos los movimientos de la Pasión.
Fue así que, en el Calvario, la ternura floreció: dos brazos, en eterno abrazo; dos ojos, como violetas marchitas; cinco heridas luminosas para anidar en sus oquedades; dos labios entreabiertos, para decirte: ¡“Te amo”! ; todo su cuerpo, hecho un campo de amapolas, donde puedas eternamente recrearte.
Y, desde entonces, cuando todas las puertas se cierren, cuando apriete la angustia en la garganta, cuando se cierna la noche oscura en nuestro corazón, cuando nos atraigan los silbidos traicioneros de la desesperación, siempre quedará una chance: tomar un crucifijo en la mano y dejarse mirar con ternura. Ciertamente, habrá esperanza y salvación.
Así es que Jesús, en su Pasión, más que gotas de sangre, sembró ríos de ternura (léase amor).
P. Hipólito Martínez, osa.