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No son la misma cosa, aunque a veces las podamos confundir. Amistad es la simpatía natural, espontanea, que deja prendidos dos corazones. La amistad hunde sus raíces en el inconsciente emocional; se podría decir: es un “amor a primera vista”, sin que se exijan grandes razones o explicaciones. Lo de Pascal: “El corazón tiene razones que la razón desconoce”.
El fenómeno psicológico de la amistad tiene un componente congénito natural, inherente a toda persona humana, que no depende de la formación, de la raza o de la religión. Toda criatura humana está llamada a la amistad. Ha nacido para la amistad. En este sentido, la amistad es un patrimonio común universal, un valor común en el acervo de la humanidad.
Fraternidad – la fraternidad genuina – es otra cosa y tiene raíz más profunda. Contrariamente a la amistad, no es espontanea, si no cultivada, tiene su arraigo en la fe: Dios es el Padre de todos, y debo amar al otro, no porque me guste o no me guste, no porque me resulte simpático o antipático, sino porque es mi “frater”, mi hermano.
No hay fraternidad, si no hay paternidad común. El que crea fraternidad consanguínea es el padre carnal; el que crea fraternidad espiritual es el Padre celestial. Pretender crear una fraternidad sin Dios, es lo mismo que pretender una fraternidad sin padre.
La fraternidad es cosa seria; tiene hondura teologal, y no se fundamenta en posibles raíces superficiales de una simple amistad.
Por eso, pienso que, con frecuencia, hay abuso y usurpación del término fraternidad o fraternidades, lo que, a menudo, son simplemente grupos de amistad, camaradería, beneficencia, compañerismo, simpatía, afinidad. La “fraternité” de la Revolución francesa fracasó.
No se trata de minusvalorar la amistad; la verdadera amistad también es un don de Dios y es positiva, si involucra las personas para el bien, para la solidaridad; pero, la fraternidad va más lejos, es más universal, al punto de incluir – por motivos de fe – todo tipo de personas, aún las más antagónicas, difíciles y antipáticas.
La fraternidad reza así: “Te amo, independientemente si eres simpático o antipático, amigo o enemigo, compañero o adversario, sin discriminaciones. Te amo, sencillamente, porque tenemos un mismo Padre y eres mi hermano”.
La “simple amistad”, es espontánea y florece salvaje en cualquier jardín humano; la fraternidad, por el contrario, es reflexiva, cristocéntrica y evangélica. Cristo es el Hermano Mayor que, como Cabeza, hermana a todos los hermanos.
La razón es obvia: si el Verbo, el Hijo de Dios, entronca con la naturaleza humana, haciéndose hombre, a través de María, pasando a ser, como dice san Pablo, “Primogénito entre muchos hermanos” (Rom 8,29), resulta que tenemos un Padre común, y, por tanto, somos hermanos en el Gran Hermano.
De tal manera que, es Jesucristo el que, verdaderamente, da sentido y hondura a la fraternidad humana. De lo contrario, posiblemente, se trata de un simulacro de fraternidad; tal vez una buena y plausible amistad. . P. Hipólito Martínez, osa.