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El 24 de abril del año 2001 Juan Pablo II reconocía solemnemente el carácter
milagroso de una curación acaecida en Salamanca el 17 de diciembre de 1888 por
intercesión del beato Alonso de Orozco. Era la curación instantánea de Fabia Castro,
una mujer de 24 años que siete días antes había quedado paralítica a consecuencia
de un accidente doméstico. Con ello su proceso de canonizaciónentraba en la recta
final. El Papa dio los últimos pasos en el consistorio del 26 de febrero 2002 al
anunciar su canonización, que tuvo lugar el 19 de mayo del mismo año en una
solemne ceremonia celebrada en la plaza San Pedro por Juan Pablo II.
Alonso de Orozco dice poco al cristiano de hoy. Su nombre apenas es
conocido, por más que últimamente se le hayan dedicado algunas biografías y
ensayos, se hayan reeditado algunas de sus obras y su cuerpo sea custodiado con
piedad filial por sus hijas del colegio Beato Orozco, un oasis de paz en los aledaños
de la Ciudad Universitaria de Madrid.
Sin embargo, Orozco es una de las grandes figuras de la Iglesia y de las
letras españolas. Dejó huella en la mística, en la vida religiosa, en la predicación, en
la catequesis y en los anales de la santidad. Fundó cinco conventos, entre ellos los
de Santa Isabel de Madrid y María de Aragón, sede actual del Senado, y escribió
unos 60 libros; y, ante todo, fue un predicador y un “empresario de la caridad”,
como le ha llamado uno de sus últimos biógrafos. Disfrutó del aprecio de los grandes
de la tierra, desde Felipe II, que siempre lo quiso a su lado y acudió a visitarle en su
lecho de muerte, hasta el arzobispo de Toledo y escritores como Quevedo y Lope de
Vega, pero se encontraba más a gusto entre la gente desvalida que se agolpaba a
las puertas de su convento y le rodeaba a su paso por las calles de la ciudad. Ricos
y pobres, letrados y analfabetos, todos encontraban en él un consejo, una palabra de
alivio, y a menudo también el remedio de sus necesidades espirituales y materiales.
Infancia y juventud Infancia y juventud
Alonso nació en Oropesa (Toledo) el 17 de octubre de 1500 mientras las
campanas de la parroquia invitaban al rezo del ángelus. Era el primer anuncio de su
futuro fervor mariano. El segundo haría su aparición en el bautismo cuando su madre
le impuso el nombre de Alonso en recuerdo de san Ildefonso, el obispo enamorado
de la Virgen. Su padre Hernando de Orozco procedía de los valles de Vizcaya y era
alcaide del castillo local. Sus tres hermanos serían religiosos. Francisco moriría de
novicio en los agustinos de Salamanca; Francisca sería la primera priora de las
agustinas de Talavera de la Reina; y otra hermana, a la que el santo dedicó el
“Desposorio espiritual” y los “Soliloquios de la Pasión”, profesaría en un convento
de Toledo.
En las Confesiones, escritas, a ejemplo de san Agustín, para alabar al Señor y
celebrar sus misericordias, cuenta algunos lances de su infancia. De niño estuvo a
punto de morir ahogado en el Tajo, fue monaguillo en la iglesia matriz de Talavera de
la Reina y perteneció a los seises de la catedral de Toledo. Aquí recibió una
formación musical que seguiría cultivando hasta el fin de sus días. En su ancianidad
todavía gustaba de rasgar las cuerdas de un clavicordio.
A los 14 años sus padres le llevaron a Salamanca, “donde estaba un
hermano mío, mayor de edad, estudiando”. Tras ocho años de estudios jurídicos, el
8 de junio de 1522, ingresó en la orden agustiniana. El noviciado fue para él tiempo
de lucha y tentación: “¡Oh cuántas veces estuve determinado de dejar la vida santa
que había comenzado!”. Con la ayuda de su maestro salió airoso de la prueba y el
9 de junio del año siguiente emitió sus votos en manos de Tomás de Villanueva, que
acababa de ser llamado a regir de nuevo la comunidad salmantina.
En el noviciado embocó la áspera senda de la austeridad y por ella caminará
a lo largo de su larga vida. Su primer biógrafo escribe que “desde que tomó el
hábito pasaba con media libra de pan y un cuarterón de vianda; vestía una túnica de
sayal […], no comía al día más que una sola vez y ésta tasadamente; tenía disciplina
tres veces por semana, dormía sobre una tabla y traía cilicio[…]; no dormía arriba de
tres horas”.
Del noviciado salió lleno de escrúpulos, “un tormento que no deja reposar, un
gusano que parece que lastima las entrañas, no deja comer ni dormir ni orar en
reposo”. Le tuvieron clavado en la cruz durante 30 años, hasta que una noche oyó
“grandes aullidos de perros y una voz muy blanda que le dijo: Alonso, vencidos
van”. Desde entonces “cesaron aquellos bramidos por vuestra gran misericordia,
sintiendo una serenidad y una paz que sola vuestra mano pudo obrar”. En adelante
alabará al Señor por haber apartado de sus labios cáliz tan amargo, pero sin dejar de
darle gracias por haberle hecho pasar “por fuego tan penoso”. En él había
aprendido a “consolar a las almas cristianas que vos, por divino juicio, afligís con
escrúpulos”.
Predicador Predicador
Hacia el año 1527 se ordenó de sacerdote. Poco después le vemos en Haro,
Medina del Campo y Arenas de San Pedro, dedicado a la predicación. Ésta será su
principal tarea a lo largo de su vida, sobre todo desde que Carlos V le eligió para
predicador real (1554).
Este nombramiento condicionó su vida, forzándole a vivir en la corte. Tres
veces pidió licencia para retirarse al convento del Risco, situado en las fragosidades
de la sierra de Ávila, pero Felipe II nunca se la concedió: “no lo tengo de hacer por
ninguna cosa […]; no quería echar a los santos de su corte”. Pero, a la vez, le
proporcionó una libertad de la que no habría gozado si hubiera permanecido bajo la
jurisdicción de su orden. Sus 30 últimos años vivió en el convento agustino de San
Felipe, situado en la esquina de la Puerta del Sol con la calle Mayor.
Alonso era un predicador culto, con buena formación humanística y versado en
las ciencias bíblicas y teológicas. Conocía el griego y el hebreo y se movía con
familiaridad en el mundo de los Padres de la Iglesia y de la teología escolástica. A
san Agustín y santo Tomás los conocía a fondo y a ellos acudía frecuentemente tanto
en sus sermones como en sus escritos. Como predicador real a menudo le tocaba
hablar ante auditorios selectos. Pero se sentía más a gusto entre el pueblo llano y a
él se dirigía en iglesias, capillas, oratorios y aun en las calles. Algún día predicaba
hasta tres y cuatro veces. Estos sermones y la santidad de su vida le dieron gran
ascendiente en la ciudad.
Como autor de un “Methodus praedicationis” apreciaba las normas de los
antiguos tratadistas de retórica y se esforzó siempre por “enseñar, deleitar y
mover”. Él buscaba siempre esta última finalidad, pero era consciente de que sólo
podría alcanzarla a través de las otras dos y, sobre todo, con la oración. “El orador
debe ser sabio y leído”, escribió en uno de sus libros, “tiene que revolver muchos
autores [y] no ser prolijo, [porque] los fieles tienen sus tareas”. Nunca debería superar
la hora, “pues lo que es mucho da pesadumbre y lo que es poco es apacible”. A la
oración ha de dedicar “doblado tiempo […] que al estudio y lección”, porque sólo
Dios tiene la llave del corazón de sus oyentes. Y a la hora de pronunciar el sermón
dé la preferencia a los más humildes: “pues los de vivo entendimiento comúnmente
en los sermones son los menos y los menos entendidos son los más, se cumpla en
breve con los primeros y se dé el mayor tiempo, bajando el estilo del decir, a los
segundos”.
Sus sermones partían siempre de la Sagrada Escritura, “escuela y remedio que
el Espíritu Santo nos dio para gran remedio nuestro y también para nuestro consuelo”,
y se apoyaban “en la autoridad de la Santa Iglesia Romana que excede a la de
cualquier doctor y a la de todos juntos”. Su contenido era muy variado, pero giran
siempre en torno a los cinco temas que él mismo recomendaba a los predicadores:
“lo que se debe creer, esperar, amar, evitar y hacer”. Insiste en la reforma de las
costumbres y combate los errores de los protestantes que rompían la unidad de la
Iglesia, desconocían la autoridad del Papa, negaban el valor de la oración y de los
sacramentos, suprimían el culto de las imágenes y despreciaban la vida consagrada.
Al servicio de su comunidad religiosa Al servicio de su comunidad religiosa l servicio de su comunidad religiosa
La primera parte de su vida la dedicó al servicio de su orden. De 1538 a
1557 fue prior de cinco conventos, consejero provincial y presidente del capítulo de
Dueñas (1557), donde coincidió con fray Luis de León. Sorprende que se confiara el
rumbo de una comunidad a quien tanta dificultad encontraba para dirigir su propia
vida. Cada nueva elección era para él un martirio, pero, fiado en la ayuda de Dios,
nunca retiró el hombro: “Si algunas veces, ordenándolo vuestros ministros, sentí
pesadumbre en aceptar […], al fin, peleando con mi voluntad, me sujetaba al yugo de
la obediencia, en la cual Vos, bondad infinita, siempre me fuisteis favorable, de suerte
que hallaba nuevas fuerzas adonde yo no pensaba”. Fiel a la norma de san Agustín,
buscó más el amor que el temor de sus súbditos –“cuán gran martirio sea para los
prelados este negocio de castigar no hay quien lo pueda significar con palabras”– y
se esforzó por ser un espejo limpio en el que todos pudiesen mirarse y una fuente
cristalina en la que todos pudiesen abrevarse.
Escritor poliédrico Escritor poliédrico
En 1542, siendo prior de Sevilla, se convirtió en divulgador incansable de las
verdades cristianas. Él mismo cuenta cómo recibió de labios de su Señora la orden
de escribir. Pero también mueve su pluma el deseo de prolongar el eco de su
predicación, “tratando de llevar lo más lejos posible su eficacia”. De 1542 o 1543
data su primera obra, Regla de vida Cristiana, a la que seguirían otras 60 en 50 años
de ininterrumpida actividad literaria.
Sus libros son bastante heterogéneos tanto por su contenido, como por su
método y sus destinatarios. El temario es amplísimo. Va desde la exposición bíblica,
teológica o mariana, al tratado ascético, a la catequesis o a la oratoria sagrada,
pasando por la vida religiosa, la hagiografía y la historia de su orden. Y lo mismo
cabe decir de sus métodos. Junto a libros relativamente amplios y de entonación
académica encontramos opúsculos de pocas páginas y de ágil escritura, salpicados de
diálogos, confesiones personales y apóstrofes al lector. Y para que éste saque más
provecho a menudo incluye al final del libro un breve resumen.
Publicó también abundantes sermones y fue cultivador asiduo del género
epistolar, que le permitía llevar su mensaje a toda clase de personas. Escribe a reyes
y príncipes, a obispos y misioneros, a sacerdotes, religiosas y seglares. Todos deben
caminar hacia la santidad, pero por sendas diversas, y él se siente obligado a ayudar
a todos a encontrar la suya propia, “cada uno según su estado y vocación. Sólo así
evitará el peligro de convertirse en árbol estéril “plantado en el vergel de vuestra
Iglesia romana”.
Piensa principalmente en el pueblo y por eso se expresa con sencillez y
brevedad: “mi estudio ha sido quitar hastío al lector”. Sabía que “en pequeños
libros puede haber gran utilidad” y que, “en viendo el libro grande”, se le tiene
miedo y se huye de él. Se sirve del castellano, porque “el romance habla con toda
nuestra nación y el latín con los menos”. Su prosa es excelente. Expresa con
claridad los conceptos más abstrusos y gana al lector por su cordialidad, dulzura y
transparencia. Menéndez Pelayo lo tuvo por “uno de los moldes más clásicos del
habla castellana”. Y la Academia de la Lengua ha incluido su nombre en el Catálogo
de Autoridades. En sus libros latinos emplea un lenguaje más solemne y majestuoso,
de acuerdo con las reglas de la composición académica y con el público más
cultivado al que van dirigidos.
Oración y amor a los pobres Oración y amor a los pobres
Orozco fue un cantor inspirado de las excelencias de la oración. En 1971
Moliner escribió que, después de santa Teresa, ningún autor del siglo XVI la canta con
tanto entusiasmo (Historia de la espiritualidad, 324). La oración es para él la puerta
por donde entran todas las gracias, “el remedio de todos los males” y “la escuela
donde se aprende a servir a Dios”. Trata de ella especialmente en Vergel de Oración
y Monte de contemplación (Sevilla 1554). En ésta la describe “desde sus comienzos
hasta su más alta perfección o más perfecto desarrollo”. Su oración personal, centro
neurálgico de su vida, tenía una clara entonación eucarística y mariana. Celebraba
misa a diario y la aconsejaba a todos los sacerdotes: “no os engañéis diciendo no
me siento devoto para celebrar, porque eso es decir que arda la lámpara sin echarle
aceite o el fuego sin leña. El santo David dice que los carbones fríos son encendidos
en la presencia de este santísimo fuego. Lleguémonos luego a él; que si flacos
somos, él es nuestra fortaleza; y si pecadores, él es nuestra salud y remedio; y si
tibios, él mismo se llamó fuego abrasador por su inmensa caridad y amor” (Monte
de Contemplación 124). Recitaba todos los días un nocturno en honor de la Virgen
más cuatro salmos y el Magníficat, uno por cada letra de su nombre. Le dedicó tres
de los cinco conventos que fundó y cantó sus glorias en seis libros y numerosos
sermones llenos de lirismo y piedad filial, y puso al servicio de sus privilegios su
saber teológico y su genio poético. “No será difícil encontrar en castellano”, escribía a
principios del siglo XX Nazario Pérez, “demostraciones más completas y menos sutiles
del misterio de la Inmaculada. Pero relámpagos como los que brillan frecuentemente
en los escritos del beato Orozco cuando habla de su misterio querido, no son fáciles
de encontrar”. En todas sus necesidades recurría a ella y a ella atribuyó el fin de sus
escrúpulos. La pasión de Cristo conformó su oración y su vida: “hacedme, Dios mío,
este favor, que en tanto que yo viviere pueda decir con verdad: crucificado estoy con
mi Salvador”.
Orozco fue siempre enemigo de singularidades, revelaciones y visiones: “no
pide el redentor del mundo que se hagan milagros, porque no son menester […] Lo
que pide y quiere es vidas milagrosas, cristianos humildes, pacientes y caritativos”.
En la caridad con los pobres siguió los pasos de su maestro Tomás de
Villanueva. A ellos dedicaba la tercera parte del salario que recibía como predicador
real y por ellos llamaba con frecuencia a la puerta de gente acomodada y aun del
mismo rey.
Muerte y glorificación Muerte y glorificación te y glorificación
A pesar de sus frecuentes enfermedades Alonso llegó a los 90 años en
condiciones aceptables. El 10 de agosto de 1591 la fiebre le deja sin fuerzas, pero
sin impedirle predicar y confesar. A los 20 días tiene que guardar cama y otros 20
días más tarde, el 19 de septiembre, entregaba su alma al Creador abrazado a la
cruz de palo de la que desde su frustrado viaje a México (1548) nunca se había
desprendido. Durante la enfermedad, seguida con trepidación por la misma familia
real, recibió el homenaje de toda clase de gentes. El cardenal Gaspar de Quiroga se
acercó para darle de comer y recibir su bendición. Tras la muerte aumentó la
afluencia. Quevedo dirá que la sintió “toda la corte […] como hijos que quedaban sin
padre”. Sin embargo, su proceso de beatificación se arrastró lentamente por más de
dos siglos, desde 1619, en que fue incoado, hasta el 15 de enero de 1882 en que
León XIII lo declaró beato. En el proceso diocesano (1619) declararon 401 testigos.
Entre ellos encontramos, junto a gente del pueblo, prelados, cronistas como Antonio
de Herrera y Gil González Dávila y escritores de la talla de Quevedo.
Fue enterrado en la iglesia del colegio de María de Aragón. En 1813 inició
una peregrinación por varias iglesias de Madrid y Valladolid. Desde abril de 1978
descansa en la capilla del colegio Beato Orozco, en la Ciudad Universitaria de la
capital de España.
Bibliografía Bibliografía
Obras completas, 7 vols., Madrid 1736; Obras completas I. Obras castellanas
(1), Madrid (Bac maior 65) 2001; Confesiones del beato Alonso de Orozco y memorial
de favores y mercedes especiales recibidos del Señor, ed. de L. Rubio, El Escorial
1990; ALONSO DE OROZCO, Antología de sus obras, ed. de J. Diez, Madrid 1991; T.
CÁMARA, Vida y escritos del beato Alonso de Orozco, Valladolid 1882: Pablo PANEDAS,
Alonso de Orozco. El capellán de Nuestra Señora, Marcilla (Navarra 1991); L. RUBIO,
Biografía [del beato Alonso de Orozco], El Escorial 1991.
Á. MARTÍNEZ CUESTA, OAR