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El beso es el lenguaje más espiritual, sin palabras, para demostrar el amor y el cariño que profesamos a una persona. Tiene un halo de misterioso, un toque de sagrado, que es imposible no reconocer y dejar de preciar. Algo así como como el dulce roce de las alas de un ángel. Desde luego, es el sello, la más alta señal de la ternura y de la amistad.
Por eso, infelizmente, por esa cosa de los contrastes, en el paroxismo de la impostura y de la mentira, también puede ser un signo de la felonía más felónica y de la traición más traicionera.
Pues bien, Increiblemente, también por esa prueba, quiso pasar Jesús; quiso gustar, al límite, toda experiencia humana, amarga y dolorosa. ¿Puede existir mayor amargura que una amistad mancillada con el beso de la traición? Sería una especie de sacrilegio. Por el contrario, un beso casto, un beso de amor cristalino y puro, es el reflejo más acabado del eterno Beso de Amor del Padre al Hijo, del Hijo al Padre, que generan al Espíritu Santo. Jesús sabe mucho de ese Beso.
¿Y ahora? El Maestro recibe de un discípulo, con horrible nausea, la siniestra caricatura de un beso, que le hiere mucho más que una bofetada: “Judas, con un beso entregas al Hijo del Hombre? (Lc 22,48)
¡Cuánto amor y cuánto dolor se vislumbra, a través de esa lastimosa queja! Una decepción inmensa. ¿Qué no hizo Jesús por Judas? Seguro que también le lavó los pies: lo llamó, compartió con el Maestro su vida, fue testigo de sus milagros, le confió el depósito de la bolsa, en la Última Cena le ofreció un trozo de pan, mojado en la salsa, lo que en aquel tiempo, se consideraba un signo de predilección…
¿Qué más pudo hacer Jesús por Judas, que no lo hiciera, para conquistar su amistad? Todo quedó borrado, horriblemente apagado, con aquel beso traidor.
¿Y qué tiene que ver esto con nosotros? Sencillamente que, cuando le dimos o le damos a Jesús un beso trapero (léase pecado), también nosotros repetimos el beso de Judas. Un beso que es el reverso del beso.
Hay besos de amor y besos de odio,
besos de ángeles y besos de demonios,
besos inocentes y besos pecaminosos,
besos de infierno y besos de cielo,
besos blancos y besos negros.
Infelizmente, todos, quien más quien menos, hemos sido conniventes y cómplices del beso de Judas, o podemos serlo.
El secreto está en que, si no siempre fuimos apasionados para besar a Jesús con los besos de la Madre María, al menos imitemos los besos penitentes de Magdalena, la que, entre besos, se echó a los pies del Maestro.
Y que, en un gesto apasionado al crucificado, sea nuestro último beso.
P.Hipólito Martínez, osa